Mi ciudad, ésa que me vio nacer, aquella donde di mis primeros pasos y donde dejé la piel con mis primeras caídas. Esa ciudad otrora noble y nívea ahora me asusta.
Confieso que le temo a mi ciudad. Ella me espanta como los monstruos de mi infancia, solo que actualmente esos monstruos puede ser cualquiera, a cualquier hora.
Sus oscuras y encharcadas calles, rotas y hostiles me abruman, me sobresaltan sus ruidos. Me siento una presa acechada. Presiento miradas atenazantes que por su variedad se escapan como un chubasco.
Esto no es una selva de concreto, esto es un infierno de hormigón. Sí, mi ciudad está posesa, moribunda, decadente y lúgubre. Solo ansío el momento de dejarla atrás como a una amarga pesadilla.
Se la dejo a aquellos que son víctimas de sí mismos, y se fusionaron con esta anárquica ciudad que ya no quiero, que ya no reconozco y de la cual me desprendo y abandono como a una pérfida compañera. Ya no quiero más sus daños. Ya no quiero más sus golpes
Es muy triste que dejemos de amar el lugar del que venimos por causa del desamor de otros. Lo siento.
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Melba, tienes razón. Pero a veces esas cosas suceden. Un beso para ti.
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No creo que haya dejado de amar a mi Puerto Rico, pero debe ser que ya no vivo allí. La verdad que los amigos que conservo en la isla y mi hijo me hablan de lo horrible que está todo. Y sí, se puede llegar a dejar de amar el lugar de dónde somos. Un beso, Trovador.
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Tal cual, Melba. Así es. Otro beso para ti.
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